martes, abril 28, 2009

Que no! que ya quichicientas veces te dije que no lo es!

jueves, abril 23, 2009

miércoles, abril 15, 2009

El boliche se llamaba Chocolate.
En una especie de ritual recurrente, todos los viernes, caminábamos con el Ema bordeando el Naposta, hasta un poco más al norte de donde este se hace entubado.
Mágicamente, el jote siempre duraba lo que trasladarnos de A hasta B. Era la medida justa, nuestra hadita voladora que regulaba el paso y administraba el dialogo, haciéndolo durar.
Teníamos diecisiete años y los ojos brillantes, parados en la puerta, hacíamos una cola exagerada.
Una vez adentro (no nos gustaba la música) no sabíamos que hacer. El alcohol siempre me dejo esa pequeña cantidad de juicio intacta para alertarme de lo ridículo que puede resultar una persona de casi dos metros bailando.
Aparte, no nos gustaba la música, y había que demostrarlo de alguna manera.
Nuestra actitud con Ema era clara, estábamos sentados ahí, al costado de la pista, en ese mega lugar archi estrambotico porque habíamos hojeado el manual de la testosterona pero salteamos la lectura de la guía práctica de un comportamiento social efectivo.
Hacia algunos meses habíamos avanzado de nivel, de matineee a noche, donde ahora podíamos comprar tragos dentro de la institución (cosa que nos evitaba el entrarlo de contrabando) y como plato fuerte no había limite de edad para los concurrentes por lo que deducíamos que las chicas que veíamos (bañadas de perfumes, salpicadas con perlas, de minifaldas o bombachas estampadas por un pantalón ultrajustado blanco) no habían sido depositadas por sus padres en la puerta luego de darles una bendición, si no que, seguramente, llegaban estas por sus propios medios y eran todas potenciales maquinas de sexo, aparatos con tantas ganas de coger y actuar las películas porno como nosotros, como Ema, como yo.
Entonces estábamos en el boliche, a un costado de la pista y tomábamos tragos.
Cuando uno no baila en un boliche, también puede quedar escrachado. Aparece un letrero luminoso de neon, que te apunta con una flecha al marulo y dice parpadeante: “pelotudo”, como ese que se iba muy abrigado y se ataba el buzo a la cintura.
Cuando uno no baila en un boliche, se tiene que inventar una función, un hacer mientras miras toda esa parva de chicas que se entrechocan, que se sacan chispas, ya sea dando vueltas, haciendo que buscan a alguien, bailando temas de Marta Sanchez, fingiendo un apuro inexistente de alcanzar los baños.
En un Boliche, todo lo que necesitas son excusas para hacer tal o cual cosa.
Nosotros comprábamos tragos.
Manteníamos ocupadas nuestras manos.
Cuando terminábamos uno, había que ir a comprar otro, definitivamente no teníamos el tiempo suficiente como para bailar.
Podíamos ocupar una mano con un cigarrillo, si no se nos daba por toser.
Mucho el cigarrillo nos gustaba, probamos pitar con la derecha y sostener el vaso con la izquierda. Queda canchero si nos sale los dos (cigarro y vaso) en una misma mano y con la otra te acomodas el flequillo, te arremangas las mangas, te atas un cordón que ya estaba atado, toses.
Así pasábamos la noche, inventándonos tareas a un costado, absorbiendo un al parecer inutil lubricante social.

Una chica se le sienta a la par al Ema y le suspira en una especie de Fade out: “... ya no quedan hombres”. Debía de tener dieciocho años. Ema la mira sorprendido y con suma naturalidad le pregunta: “¿y yo que soy? ¿un calefón?”
Después se besan .

Voy por unos tragos a la barra. Ya es tarde y queda poca gente.
Ahí es cuando un boliche me puede llegar a gustar.
Una chica me sorprende y me saca a bailar a la pista.
A los pocos minutos de una cumbia me pregunta: “¿vos sos albañil?”.
Y yo sonriendo de manera salvadora interrumpo la cumbia para explayarme con lujo de detalle sobre el jodido tema de ser “afortunado poseedor” una dishidrosis (“galopante”, le aclaro). Le cuento que en invierno me vuelvo como una especie de serpiente áspera que espera ansiosa el cambio de piel, que viene ya de familia, que de contagioso no tiene nada.

lunes, abril 06, 2009

Viéndolo desde acá, puedo contarlo como un pasado lejano, sin acuñar termino ni tintura adolescente, digo, no es un casillero absoluto ese primer alcohol rojo fosforescente, azul semendepitufo o verde criptonita que te incita tomar o a ejecutar las mas extrañas combinaciones cromáticas, no, no de cabeza al piso ras, no es la perdida de la conciencia el objetivo que busca el joven de acne latente, no, no es seso desparramado virulana, viéndolo desde acá, puedo entender que es probarse los muchos disfraces, barajar un abanico de posibilidades, elegir un yo que sea cómodo seguro ante terceros tercos, abrigado en el invierno suelto y fresco cuando pegue el sol.
Entonces, decía, sos adolescente, un yo que no se estaciona el mínimo tiempo necesario para definirse, no frena ni un segundo para que reaccione el obturador, no le das tiempo al fijador, vas a las chapas, sos el HIT, sos el BUM, sos la marquesina, sos y volves a ser otra cosa en el segundo siguiente.
Por eso en mi época, podría acuñarse el termino “adolescente” como conjunto de personas que no clasificaban para ninguno de los perfiles sociales conocidos, no porque no encajaban en ninguno de estos, si no porque encajaban en un “ahora, ya” que se desvanecía incluso antes de concretar tal afirmación.
Y los adultos te decían, vos SOS adolescente y el sos no es el de definición ser, decían entre guiños, es un “ese oh ese”, una alarma que interrumpe lo establecido, que sorprende al peatón que cruza en verde o/y al durmiente de feroces siestas. SOS adolescente, sos iiiiiuuuuuu sos iiiiiiiuuuuuu y sos iiiiiiuuuuuuu.
Por eso en mi época no había tribus urbanas, pese a que siempre éramos los mismos que comprábamos un helado en vito o que nos paliábamos por una lata de aluminio importada del Japón que albergaba una sustancia intomable.
Claro, me avispe, vos estas parado mascarita en la evolución del mercado, estas mirando el mundo después de haber ejecutado el último update. Si, sos pillo, la economía necesita crear tags para vender, te diste cuenta, caíste. A quien apunta tu producto preguntaste y te contestaron jóvenes adolescentes entre 15 y 19 años y parece que te quedaste corto en el detalle. Tenemos que ahondar en la modernidad, actuar a la reciproca, generar las necesidades una vez consumado el producto inútil.

Confieso que cuando me senté a escribir, quería contar dos anécdotas recordadas de mi adolescencia.
Ahora se me hace tarde.
Tengo que pagar los gastos comunes antes de las 16.