domingo, octubre 19, 2014

Escuela técnica [segunda entrega]


Deporte hacíamos en las Tres Villas, un complejo municipal ubicado en la justa intersección de tres conocidos barrios bahienses: Villa mitre, Tiro Federal y Bella Vista.
El complejo contaba con una cuidada pista de atletismo, dos baños y tres canchas de fútbol en condiciones deplorables.
Cierren los ojos, google maps: tienen que suponer al complejo como un gran rectángulo. El lado Sur daba al barrio de Villa Mitre, la cara oeste apuntaba a Tiro federal y la cara este a Bella Vista. El limite superior era tierra de nadie. Una calle de arena y yuyo, de toscas generosas,  de goma neumática enterrada, caspa de ladrillo y botellas rotas, de forros secos, de alambre de púa, de papel higiénico enredado en los troncos y el tetrabrik floreciendo con la templanza que solo brinda un entorno natural.
Bordeando ese limite, una colina y al otro lado, el dark side, el temido barrio de Villa Perro. Se rumoreaba que a la entrada de Villa perro había una cartel que rezaba: "entra si queres, salí si podes". Tal vez por esto, nosotros, los del curso, legitimábamos a  Villa Perro, como un cuarto dueño de ese complejo oficialmente  tripartito. Nos andábamos con cuidado por la zona. El Walter Altmair, compañero de curso, era de ahí. Nadie corría tan rápido como el.
Walter no hablaba mucho, era un pibe retraído,  tan alto como morocho y de musculatura fuertemente marcada. Sus abdominales eran como sucesivas puertitas de un ropero. Tenia una cicatriz en el pómulo que le copiaba con exactitud la curva inferior del ojo. Este estado musculatorio adicional al folklorico corte facial y en combinación con los proliferantes rumores de diversos aconteceres de la villa, daban por resultado una especie de contrato implícito entre los pibes del curso: nadie se metía con Walter.
El Walter entendía esto como un gesto de gratitud y tampoco se metía con nadie.
Una vez nos contó
que
en Villa Perro
una vez
paso algo
y que
fue la policía
y parece que
los obligaron
a que se vayan
y que
desde ese entonces
la policía,
a Villa Perro,
no entra más.
Con eso ya nos alcanzaba, nos era suficiente, teníamos imaginación y no era necesario preguntar. Aparte recuerdo haber pensado: "no vaya a ser que el andar preguntando, al Walter le incomode".
Los días que nos tocaba deporte, nos quedamos al finalizar las clases en la escuela. Haciendo uso del olfato, el día de gimnasia, se anunciaba en el aula desde temprano. En verano, las milanesas transpiradas flotando en el puré, alcanzaban su punto máximo de presencia a eso de las once. Cuando terminábamos la cursada teníamos aproximadamente cuarenta minutos para comer y cambiarnos.
Para llegar a las tres villas desde la ENET teníamos que cruzar el parque Independencia.
El parque contaba con un zoológico en marcada decadencia. Las llamas de tan deshidratadas casi que no escupían. La jaula de los coaties era eso: una jaula, donde pese a la insistencia, nunca vimos nada. Los monos tenían la piel tan curtida y erosionada que suponíamos que se la masticaban entre ellos. Desde que vio un documental en el Discovery, Gallardo siempre guardaba un poco de su almuerzo para dejárselo a los monos. Se convenció con ese discurso de "familiares lejanos" y no quería estar en falta.
Otra cosa destacada del paseo era el foso del león. El olor del viejo animal era lo más feroz en varios metros a la redonda. Calaba nuestras fosas nasales con la fuerza toxica del amoniaco. Este olor casualmente era similar al de los baños del complejo. Mientras caminábamos rumbo a las Tres Villas solíamos elaborar delirantes teorías que explicaban de manera lógica los hechos. Gatica llegó a convencernos de que ciertas noches de jarana, un encargado municipal disfrazado de gladiador montaba a pelo a Zimba para darse unas vueltas por la pista, luciéndose ante un grupo de conocidos para levantar alguna que otra moneda por el acting. El baño hacia de camerino hasta que la gente ya estaba ubicada y de ahí el olor a felino remanente.
Cuando llegábamos al complejo estábamos en pleno proceso de digestión. Eructabamos parejo y destilábamos mandarina. Ahí , ya  nos esperaba, el profesor de gimnasia, el viejo Taberna. 
Taberna era un viejo forro, de porte militar y bigote en perfecta escuadra, todavía atlético para su edad avanzada. Sus pantorrillas parecían tener la rigidez del pollo.
Haciendo uso de un lenguaje arcaico nos daba las instrucciones de la clase. Hacia referencia a la hora de clase como "estimulo".
Nosotros sabíamos de Taberna por las generaciones de alumnos anteriores. Uno de tercer año me había hablado de el un par de veces mientras hacíamos cola en la fotocopiadora. Taberna era conocido por ser un devoto del test de cooper. El test es una prueba atlética que consiste en correr durante 12 minutos seguidos a una velocidad constante la mayor distancia posible. El test tiene por objetivo llevar al máximo la capacidad física, respiratoria y cardiovascular de la persona llevándola a un punto cercano al agotamiento.
El viejo cruel te exigía clase a clase, superarte un mínimo de veinte metros. Cuando llegaba la época de calor era moneda corriente ver, al costado de la pista, chicos vomitando, despatarrados en el pasto, exhaustos y jadeantes. Yo advertido de este modus operandi había regulado en las primeras incursiones y la zafe aumentando de manera escalonada esos metros exigidos. El Walter por el contrario siempre corría al máximo y siempre se superaba. No había en el cálculo ni especulación.
Recuerdo por esa época haber soñado estar a un costado de la pista y presenciar un duelo único. En el carril interior el viejo león quemando sus últimos reservorios de juventud, exigiendo la naturaleza al máximo, para en la recta final estar a la par del Walter, que corría sin demostrar esfuerzo, con el pecho descubierto y haciéndose visera con la mano.