martes, febrero 17, 2015

¿Te acordas de ese mediodía? Hacía mucho sol espléndido, yo estaba de manga larga y jean. Era día de semana pero me había quedado en tu casa, tenía cosas para hacer, pero íbamos a almorzar juntos. Después me iba, habíamos quedado. Primero caminamos rumbo a la plaza, buscando una verdulería. Nos cursamos con una motorhome abandonada, la chapa graffitiada era el relato, entre las lagunas de óxido. ¿Vivirá gente ahí dentro? Te pregunté ingenuo. Las telarañas son indicadores, carteles luminosos del paso del tiempo. Hablamos poco, no sé,  pero sonreímos casi las tres cuadras. Me señalaste un GYM sin ventanas. Tenías ganas de hacer algo, me dijiste, habías averiguado. Pero la penumbra irradiante de ese bunker precario enterraba la cuota de gracia que aportaba la cercanía. Endurecer cosas, músculos, sentimientos, etc. Era tu barrio, pero la verdulería estaba cerrada o ya no estaba más ahí donde dijiste. Tachamos la idea de ensalada mientras la perpendicular de la plaza nos llevaba a una pizzería.
Empanadas. Dos y dos. Una mini tarta para compartir.
No recuerdo el nombre del lugar. Por fuera parecía sencillo. Por dentro la temperatura subía unos cinco grados. Por sobre el mostrador vimos un viejo doblado, pelando cebolla con un balde entre las piernas. Re italiano el viejo. Además la decoración del lugar se pasaba de increíble. Como no teníamos cámara usamos mi celular. Te enseñe la clave para desbloquearlo: “2121”. Foto tengo, de una pared de madera en la cual el señor de la cebolla simulo de manera analógica, un muro de Facebook. Todas las fotos atonales y desgastadas, después de unos segundos de contemplación atenta, lo mostraban a él. Todas las fotos eran el señor de la cebolla en algún momento de su vida: abrazando a alguien
solitario con bigote
sosteniendo a upa un crío.
Una locura. En otra foto están tus piernas, flotando sobre ese piso de granitos que me hace acordar a la tele cuando no sintoniza nada. Otra foto más, de mi sentado con las piernas cruzadas y a vos se te ve una parte en el reflejo de un espejo.
Con las empanadas calientes y algunas servilletas apiladas buscamos un lugar en la plaza. Desde el banco, pudimos ver a una señora, haciendo vagos movimientos aeróbicos guiada por lo que suponíamos era su personal trainer. Una mujer con más estado físico, unas calzas más modernas y otra actitud en los movimientos. Detectamos un patrón: otras dos señoras daban vueltas paseando un perro. Exactamente tardaban seis minutos, una empanada, dieciséis abdominales de la señora, treinta y dos de la personal trainer, en volver a aparecer frente a nuestras miradas.
Coincidimos en la técnica de comer con las piernas abiertas para esquivar las gotas de aceite caliente. Me encandilaba el sol así que achinaba los ojos y entre bocados te besaba el borde del cuello. Como las servilletas esas no absorben, cuando nos ibamos, de pasada, nos limpiamos acariciando la madera.
Todo era felicidad. En el camino de vuelta pensamos en comprar helado.
Miércoles. No importaba nada.